Llora

El sonido del celular me invita a volver a la realidad. Una voz inquieta de mujer pregunta qué le pasó. Percibo que hay más voces. Sin embargo, se gesta un silencio que aturde. De esos que parecen cómplices, pero que se espera que alguien interrumpa. Suena mi celular y la voz que interrogó lo saca de mi bolsillo. Pronuncia otra vez la pregunta, anhelando una respuesta precisa. Le dicen doctora y es esa palabra, inocente, la que me permite entender. Olvido el bullicio en el momento en que activo otro de mis sentidos. Mi cuerpo, no sé si soy más que eso, está apoyado en una superficie que raspa. Como la situación. Es áspera y firme. Inconsciente, dijo alguien ahora. Y otro, sin involucrarse, toma la voz: “No sé qué pasó, yo recién llegué”. No se habla de testigos ni de culpables. Escucho la velocidad de pasos que se aproximan. No lo toquen. Ya viene la ambulancia. Me toman el pulso. Ahora las preguntas, que no puedo contestar, están dirigidas a mí: qué ocurrió, si estoy escuchando... No me concentro en las últimas porque reconozco, simultáneamente, a mi novia. Grita. Pide que me ayuden. Tartamudea. Emite palabras sueltas y frases simples. Está nerviosa. Quiero mirarla y decirle que tranquila, que todo está bien. Porque no es lo mismo hablar que hablar mirando a los ojos. Yo ni siquiera puedo hacer lo primero. Se acerca. La siento, ahora con casi todos los sentidos. A su latido, a su piel temblorosa, a su respiración. No existe manera de que confunda la presencia de la chica que se levanta lentamente de la cama para no despertarme. Y a la que abrazo cuando cocina con la excusa de que hace frío. Se pone de rodillas. Quiero alcanzarla con la mano. Me pide por favor. Susurra. Llora. Llora mucho. No me dejes sola. Llora como si se tratase de la despedida. No puedo hacer nada. Pero no quiero morir, no si ella está a mi lado.

Romina Albanesi