Parálisis

Está lloviendo a cántaros y es la madrugada. Percibo la presencia de una figura extraña en mi habitación. Algo así como una entidad con malas energías. Siento que alguien empuja mi pecho para que muera. Ese alguien también calla mi voz. Grito. Sin ruido. No encuentro la forma de que me escuchen. Quiero respirar pero algo no me deja. También llorar. Salir corriendo. Me exijo pensar en algo lindo. En las bandadas que veo cuando salgo a caminar y me hacen entender el sentido de la compañía, por ejemplo. Algo me detiene. Otra vez. Es una fuerza a la que no puedo combatir. Más poderosa que yo. Todo lo que nunca voy a poder ser. Mi adversaria para siempre. Aunque esto no lo quiero. Desespero. Intento que mi mamá, que me está llamando, se dé cuenta. Le quiero avisar. La fuerza me lo impide. Si pudiera gritar aturdiría a todos. Además quiero mover los pies. O tocar el borde de la mesita de luz. Tengo la necesidad de sentir que todavía estoy viva. Que la fuerza no pudo contra mí. Pero estoy débil. Inmóvil. La única señal de que vivo es la violencia indescriptible de mi corazón acelerado. Parece querer salirse de los límites de mi cuerpo. Con todo, mi respiración se interrumpe. Me asfixio. Mi mamá continúa llamando. Que es tarde, que me apure, que no llego. Si supiera que llegaría antes a todos los lugares y todos los días de mi vida para no padecer esta angustia. Me empeño en calmarme. Porque sé que estoy acostumbrada. Que ya ocurrió antes. Que es una pesadilla con la que hay que convivir. Inhalo y exhalo tres o cuatro veces. Muevo de manera casi imperceptible una de mis extremidades. Inmediatamente, otra. Hasta que empiezo a sentir mi cuerpo otra vez. Despierto. Miro el techo como con afecto. Enseguida me doy cuenta de que va a volver. Como cada vez. Y lo bueno, o malo, es que la parálisis se va y los miedos quedan. Como cuando alguien nos deja y empezamos a pensar en esos errores que no queremos volver a cometer.

Romina Albanesi




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