Soledad

Me preguntaste, como tantas veces, si quería tostadas. “Sí. Dos”, respondí creyendo que estaba hablando con certeza. Pero, ¿cómo iba a ser así si es algo que perdí hace no sé cuánto tiempo? Dos minutos después, esto sí puedo suponerlo, me percaté de que todavía sentía vergüenza. Pero ahora vos me ganabas: estabas retraído y esclavo de tus palabras. Admito que habían sido días larguísimos. Las noches, mucho peores. Fui a la habitación a estirar la cama y me estaba sentando en ella cuando me llamó lo que más se parece, para mí y no para vos, ya que en pocas ocasiones coincidimos, al aroma a hogar: café y tostadas. Me acerqué a la mesa y nos ubicamos frente a frente. Acomodé mis brazos por fuera de las tazas y tomé tus manos, que se enfriaban gradualmente, y me esquivaste la mirada, como desde hace un tiempo (ahora sí sé cuánto). También me evitaban tus respuestas y por eso resolví que a veces es mejor dejar de hablar. No sé si se escapó de nosotros o si fue mi olfato quien dejó de percibir aquel aroma: el aire se abarrotó de un olor singular, abundante, rígido. Solté unas lágrimas y dije, con toda la convicción que antes me faltaba, “me voy”. Tu saludo, rutinario, como todo esto, me expulsó con indiferencia. Fue mero saludo porque ambos entendemos, aunque yo lo asumí tarde, que ya me habías despedido. Si me hubieses abrazado en ese instante, no habría salido de tu casa ni te hubiese dejado vacío: pero como no lo preferiste, me llevé la idea infinita del aroma a hogar y me llevé también, lo que más me daña, todo este amor, el tuyo y el mío, que vos no quisiste, tampoco, conservar.

Romina Albanesi


Comentarios

  1. Anónimo5.12.17

    El amor, qué triste que es a veces. Felicidades Romina

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  2. Anónimo8.12.17

    Que conmovedor!

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  3. Anónimo8.12.17

    Grandioso y a la vez melancólico

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